Lancia

Un día en el siglo II d.c.  ...

 

Lancia no tenía nada que ver con lo que Marco había conocido hasta ese momento. Cierto era que nunca había visitado Asturica Augusta, la capital del conventus, pero le costaba imaginarse un lugar de mayores dimensiones. Su padre le había contado que Lancia había alcanzado el título de municipium flavium y que tenía una población de casi 30.000 habitantes. Iba a encontrarse con imponentes edificios administrativos, con basílicas y con termas públicas. Incluso la ciudad disponía de una red de alcantarillado.

 

Marco entró cabalgando por una zona repleta de talleres, hornos y alguna fundición. Había gente por todas partes, esclavos cargando carros con materiales, ciudadanos negociando en mesas de madera y artesanos trabajando en sus talleres. La calle principal comenzaba a coger pendiente hacia la ciudad propiamente dicha, que estaba ubicada en un montículo que permitía dominar las llanuras aluviales de los valles del Porma y del caudaloso Astura. El primer objetivo era llegar al gran mercado de Lancia, lo que no podía ser complicado con las indicaciones que Marco iba pidiendo.  

 

Cuando comenzó a acercarse al centro de la ciudad tuvo que bajarse del caballo debido al tumulto de gente. Localizó un establo dónde podía dejarlo por unos cuantos ases. Recorrió las últimas calles repletas de comercios y tabernas ubicados en los bajos de edificaciones nuevas, como casi todas en aquella ciudad que estaba en pleno crecimiento desde que el general Publio Carisio consiguiese someterla pocos años atrás y decidiese no quemarla.

 

Por fin llegó al foro. Estaba repleto de puestos preparados con telas soportadas por barras de hierro. Todo parecía estar organizado por la mercancía que se ofrecía. Había zonas de alimentos atendidos por campesinos que subían a la ciudad para vender los productos de sus huertas, zonas de alfarería dónde los artesanos presentaban ánforas, jarras y vajillas e incluso puestos donde se vendían todo tipo de armas. Marco estaba ensimismado viendo todo lo que allí se podía comprar hasta que escuchó la voz de un hombre que se elevaba sobre todas las demás. Se dirigió en la dirección que marcaba la voz, lo que le llevó a una zona despejada de puestos pero repleta de espectadores que atendían al hombre que daba voces. Estaba sobre un estrado de madera, ataviado con una túnica muy colorida que le hacía resaltar sobre el resto de la multitud.

 

-       ¡Aquí tenemos un fantástico ejemplar recién llegado de tierras africanas! – gritó

 

Un muchacho negro, alto y musculoso subió al estrado con las manos encadenadas. Llevaba la cabeza gacha. Iba con el pecho descubierto, lo que permitía apreciar varias cicatrices cruzándole el torso.

 

-       ¡Empecemos con 50 denarios!

 

Inmediatamente comenzaron a elevarse manos entre los espectadores que voceaban cantidades, subiendo paulatinamente la cantidad ofrecida. El revuelo iba creciendo hasta que una voz potente lanzó un ¡100!.

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